Cali, octubre 22 de 2025. Actualizado: martes, octubre 21, 2025 23:32
La causa indígena entre la dignidad y el abuso del poder
Hablar del papel de los pueblos indígenas en Colombia exige respeto, pero también verdad.
Porque sí, el Estado les debe siglos de abandono, violencia y olvido; pero esa deuda histórica no puede convertirse en excusa para que la ley deje de aplicarse, ni para que algunos actores amparados en la autonomía ancestral ejerzan poder sin control y, en ocasiones, al margen del orden jurídico nacional.
He recorrido zonas del Cauca, Nariño, Putumayo y el Chocó donde la autoridad estatal no existe. Donde la justicia de la República no llega y donde, con el argumento de la “autonomía”, se han consolidado verdaderos poderes paralelos que deciden quién entra, quién manda y quién calla.
En esos territorios, lo que empezó como una reivindicación legítima terminó degenerando en una forma de gobierno local que muchas veces reemplaza, desafía o contradice al Estado colombiano.
No se trata de estigmatizar a los pueblos indígenas. Se trata de advertir, con claridad y sin hipocresía, que la autonomía no puede convertirse en impunidad.
Porque cuando los cabildos impiden la acción de la justicia ordinaria, cuando se retiene a servidores públicos, cuando se agrede a la Fuerza Pública o se destruyen instalaciones estatales en nombre de la “autoridad indígena”, lo que está ocurriendo no es un ejercicio de derechos: es la negación misma del Estado de Derecho.
Un país que se respete no puede titubear frente al crimen. Los delitos de terrorismo, narcotráfico o abuso de menores deben ser conocidos por la justicia ordinaria y castigados con todo el peso de la ley.
La autonomía no puede ser refugio para el delito ni escudo para la impunidad. Los crímenes que atentan contra la vida, la dignidad humana y la seguridad del Estado deben ser investigados y sancionados sin privilegios ni excepciones.
Si de verdad queremos construir un país justo e incluyente, debemos garantizar que la ley sea una sola y que su aplicación no dependa de quién comete el delito, sino del daño que causa a la sociedad.
La verdadera justicia es aquella que protege a las víctimas, no la que justifica a los victimarios. Por eso, frente a los delitos atroces, debe actuar el Estado con firmeza, sin miedo y sin discursos que pretendan suavizar la gravedad de los hechos.
Nuestra Constitución, en su sabiduría, reconoció la jurisdicción indígena, pero también estableció límites, debe actuar en el marco de la ley y bajo el principio de coordinación con las autoridades nacionales.
Eso significa que la autonomía no es soberanía. Que no hay territorios inmunes a la ley, ni culturas por encima de la justicia.
Sin embargo, lo que hoy presenciamos en varias regiones es una peligrosa distorsión, un poder político, económico y territorial que ya no responde a los valores culturales, sino a intereses armados y clientelistas.
Y lo más grave, el Estado, por cálculo político o por temor ideológico, ha optado por mirar hacia otro lado.
Ha permitido que se hable de “respeto a la diversidad” mientras funcionarios son expulsados a golpes de territorios nacionales; ha callado cuando los grupos ilegales se mimetizan detrás de banderas étnicas; y ha preferido la complacencia a la autoridad.
Ese silencio cómplice ha costado vidas, ha fracturado comunidades y ha debilitado la presencia institucional.
No se puede seguir premiando al que desobedece la ley ni castigando al que la defiende. No se puede aceptar que la autonomía se use como escudo frente al delito.
Los pueblos indígenas necesitan oportunidades, inversión, educación y presencia del Estado, no permisividad ni aislamiento.
Defender sus derechos implica integrarlos a la legalidad, no separarlos de ella.
Colombia no puede darse el lujo de tener dos sistemas de justicia, uno para el resto del país y otro para las zonas donde manda el cabildo.
La ley debe ser una sola, igual para todos. Y quien la quebrante sea soldado, político o autoridad indígena debe responder ante ella.
La verdadera igualdad no consiste en otorgar privilegios culturales, sino en garantizar que todos vivamos bajo las mismas reglas.
Hoy el Gobierno tiene la obligación moral y jurídica de actuar. De poner límites claros a los abusos disfrazados de autonomía y de restablecer la autoridad donde se ha perdido.
La diversidad cultural es una riqueza invaluable, pero cuando se usa como excusa para el desorden, se convierte en su peor enemigo.
Y Colombia, ya suficientemente fracturada, no resiste más territorios donde la ley se negocia, la autoridad se humilla y la justicia se calla.