Cali, octubre 24 de 2025. Actualizado: jueves, octubre 23, 2025 23:39

Juan Pablo Ortega Sterling

La Feria de la Caña, sí, de la caña

Juan Pablo Ortega Sterling

“Basta de financiar con dinero público la propaganda de una industria privada”, escribió un concejal indignado.

“Solicito formalmente al señor Fabio Botero, gerente de Corfecali, retirar la frase ‘Feria de la Caña’”, añadió, solemne, otra concejal.

Y así, con un par de trinos, la caña volvió a ser culpable. Culpable de existir. No de ser motor económico, de generar empleo ni de sostener miles de familias.

No. Culpable de aparecer en la Feria. De recordarnos que esta ciudad nació, creció y bailó entre cañaduzales.

De pronto, tener caña en Cali se volvió un escándalo. Como si fuera un cuerpo extraño, un símbolo importado, una ofensa cultural.

Qué paradoja: una ciudad rodeada de caña que no soporta verla en su propia fiesta.

Y más curioso aún: la misma Feria nació como la Feria de la Caña, en 1957, para celebrar el espíritu trabajador, la producción local y la alegría del Valle.

Tan cierto es, que hasta quedó inmortalizado en una salsa que seguimos bailando por generaciones:

“Y fiesta, y rumba, y rumba que es la Feria de la Caña…”

Nos dicen que es propaganda, que es monocultivo, que es contaminación. Que el progreso huele a humo y que el azúcar se disfraza de folclor.

Pero si uno baja de la consigna al dato, descubre que el Valle no es un monocultivo, sino un mosaico: arroz, frutales, café, ganadería, caña y bosque.

Y que los ingenios, lejos de agotar el agua, la cuidan, la reciclan y la tratan, porque entienden que el futuro de su negocio —y del territorio— depende de ello.

Hoy, los ingenios generan más de 1.800 gigavatios-hora de energía limpia al año a partir del bagazo y han logrado reducir cerca del 50% el consumo de agua en los cultivos gracias al riego tecnificado y la reutilización, demostrando que producir también significa cuidar.

La caricatura del “monstruo cañero” sirve para muchas cosas: suena rebelde, da likes y no exige leer.

Pero no explica por qué esta industria lleva más de un siglo sosteniendo empleo formal, pagando impuestos y exportando valor agregado.

Ni por qué sigue innovando en biocombustibles y energía limpia, mientras otras se fueron del país.

Hay una paradoja deliciosa en todo esto: los mismos que exigen apoyar la producción nacional son los que insultan a la única industria nacional que ha sobrevivido globalmente.

Y los que piden que Cali tenga identidad local, se ofenden cuando esa identidad se parece demasiado a lo que realmente somos.

La caña no le robó nada a la Feria. La acompañó desde el principio, cuando aún no había luces ni carteles, sino tamboras, guarapo y trabajo duro.

Negar eso no es conciencia. Es desmemoria.

Cali no nació de un plan urbano ni de un decreto. Nació de la caña, del río y de la mezcla. De los corteros y los empresarios, del machete y del bongó, de la zafra y del baile.

Eso somos: una mezcla de esfuerzo y alegría. Y ninguna consigna puede borrar eso.

Por supuesto que hay retos ambientales. Hay cosas por hacer. Pero convertir un símbolo de trabajo en enemigo público solo demuestra que, en tiempos de indignación digital, ser coherente cuesta más que ser popular.

La Feria de Cali no está “secuestrada” por la caña. Está sostenida, como siempre, por el trabajo de la gente que produce, baila y cree en esta tierra.

Y si de algo hay que cuidarse, no es del cultivo, sino del cinismo con que algunos tratan de sembrar división.

Porque lo que molesta no es la caña. Es lo que representa: constancia, raíces y el desarrollo sembrado a punta de esfuerzo.

Y eso, en tiempos de relatos fáciles, se vuelve una ilusión.

Pero hay ilusiones que vale la pena alimentar. Como seguir creyendo que esta región puede producir sin destruir, crecer sin dividir y celebrar sin avergonzarse de lo que la hizo grande.

Eso —aunque algunos no lo entiendan— también es cultura. Y también es futuro.

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jueves 23 de octubre, 2025
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