Cali, septiembre 2 de 2025. Actualizado: martes, septiembre 2, 2025 22:16
¿Quién responde por la niñez en Colombia?
Cada vez que un niño en Colombia sufre violencia, la pregunta que queda en el aire es la misma, ¿quién responde?
La verdad es dolorosa, en las regiones apartadas, en los barrios olvidados e incluso en instituciones que deberían protegerlos, nuestros menores viven en un estado constante de riesgo.
Están expuestos al abandono, al abuso y a la indiferencia de un país que no ha entendido que cuidar a los niños no es un gesto de caridad, sino una obligación moral y legal.
El caso de Valeria Afanador es un reflejo doloroso de esta tragedia nacional. Su historia no es un accidente aislado, es el retrato de un país que les falla todos los días a sus niños.
Valeria pudo haber sido cualquier menor de los que juegan en nuestras calles, estudian en nuestros colegios o esperan atención en instituciones que no cumplen su misión.
Su muerte nos golpea porque desnuda lo que muchos prefieren ignorar, que los niños en Colombia no están seguros en ninguna parte.
Ni en sus casas, donde muchas veces la violencia se esconde tras las paredes; ni en los colegios, donde el acoso y los abusos pasan inadvertidos; ni en los hogares de protección, que tantas veces se convierten en escenario de nuevas vulneraciones.
¿Quién responde por ellos? Nadie. O, al menos, nadie con la contundencia que debería. El Estado se limita a lamentar las tragedias cuando estallan en los medios de comunicación; las familias muchas veces callan por miedo, vergüenza o dependencia económica; las comunidades deciden mirar hacia otro lado porque “no es problema mío”.
Y mientras tanto, los niños siguen siendo víctimas de una violencia silenciosa, repetitiva y devastadora.
En el campo, los menores crecen rodeados por la amenaza del reclutamiento, la explotación y la pobreza. En las ciudades, se topan con el abandono institucional y la falta de oportunidades.
En ambos escenarios, el resultado es el mismo, niños sin infancia, sin protección, sin futuro. Nos hemos acostumbrado tanto a escuchar historias de maltrato, de abuso y de abandono.
Esa insensibilidad colectiva es, quizás, el crimen más grande de todos.
No podemos seguir normalizando lo innombrable. El abuso sexual contra un menor no es un error, es un crimen atroz que destruye vidas enteras.
Y, sin embargo, en este país los victimarios saben que tienen grandes probabilidades de evadir la justicia. El sistema judicial, con sus vacíos y su lentitud, termina protegiendo más al agresor que a la víctima.
Y lo que es peor, cuando finalmente hay condena, las penas resultan insuficientes. ¿Cómo explicarle a un niño violentado, o a su familia, que su agresor saldrá libre en pocos años? ¿Cómo justificar que alguien que destruyó la inocencia de un menor vuelva a caminar por las mismas calles donde puede repetir el crimen?
Por eso, la discusión sobre la cadena perpetua no puede seguir siendo postergada ni maquillada con discursos técnicos.
Quien viola o abusa de un niño renuncia a cualquier derecho a la indulgencia. La cadena perpetua es un acto de justicia y de protección social.
Es enviar un mensaje claro de que en Colombia los niños no se tocan, de que la infancia es
un límite inviolable. Cada agresor tras las rejas de por vida será, al menos, un niño menos en riesgo.
Algunos dirán que las penas ejemplares no solucionan el problema de raíz. Y es cierto que necesitamos prevención, educación, fortalecimiento de las instituciones y apoyo integral a las familias.
Pero mientras avanzamos en esos procesos que toman tiempo no podemos dejar que los criminales sigan destruyendo infancias con total impunidad.
La cadena perpetua es, en este momento, una herramienta indispensable para proteger a los menores y para devolverle algo de confianza a una sociedad cansada de llorar tragedias repetidas.
La historia de Valeria Afanador debe ser un punto de quiebre. No podemos permitir que su nombre se sume a la larga lista de víctimas que pronto olvidamos.
Necesitamos comunidades vigilantes, familias comprometidas, maestros atentos, instituciones responsables y un Estado que actúe con verdadera prioridad. La protección de los niños no admite excusas ni dilaciones.
Cada niño que crece protegido, amado y acompañado es una semilla de futuro para Colombia. Cada niño violentado, en cambio, es una herida profunda en el alma de la nación.
Y demasiadas veces esas heridas quedan abiertas, sin sanar, porque nos acostumbramos a la tragedia. No podemos seguir así.
Hoy, más que nunca, debemos convertir la defensa de la niñez en un pacto colectivo. Que ningún niño en este país vuelva a estar solo, que ningún grito de auxilio quede sin respuesta, que ninguna familia se sienta abandonada frente al dolor.
Porque si fallamos en cuidar a nuestros niños, no solo estamos condenando su presente: estamos hipotecando el futuro de toda la nación.